Nos pilló a contrapié, descolocados y mirando hacia adelante, corriendo por nuestro carril, como si fuéramos atletas compitiendo en los 1.000 metros lisos. Y es que pocos pudieron anteponerse a lo que venía, ¿un virus? Ojalá solo hubiese sido eso, un virus. Dos oleadas mastodónticas inundaron las calles, nuestros barrios, nuestras casas, y lo que es peor, nuestros corazones.
Una oleada de miedo, y no solo miedo a contagiarnos o contagiar, miedo a la incertidumbre, miedo a abrazarnos, a mirarnos, miedo a explicar a nuestros hijos y mayores la realidad, miedo a que todo empiece de nuevo o acabe de una vez con nuestra anterior “normalidad”.
Y una oleada de soledad. Hemos desayunado, caminado hacia el supermercado, hemos visitado un museo e incluso asistido a algún concierto solidario de manera virtual, hemos escuchado los aplausos de las 20:00, porque no nos engañemos, no hemos salido a aplaudir ni la mitad de las veces que el vecino, hemos estado en decenas de videoconferencias con amigos y familiares, y todo ello lo hemos hecho desde una profunda y dolorosa soledad.
Y yo me pregunto, ¿nos ha inundado el miedo y la soledad, o ya buceábamos antes? El virus ha sacado a relucir todas nuestras vergüenzas. Ya vivíamos confinados en nosotros mismos, corriendo por nuestro carril, sin notar presencia a nuestro alrededor, con la mirada centrada en nuestra meta.
Pero un misionero nunca camina solo, siempre está Él observando, escuchando, hablando, acariciando, abrazando, cuidando, haciendo y deshaciendo, porque un misionero sabe que ni sus palabras ni sus actos le pertenecen, y no son suyos porque ni nacen ni mueren en su interior, sino que nacen del Dios que hay en él para volver a nacer en el Dios que hay en el otro.
Pero un seglar no está en su casa, está en el mundo. “En el mundo de la política, de lo social, de la economía, y también de la cultura, de las ciencias y de las artes, de la vida internacional, de los medios de comunicación de masas, así como otras realidades abiertas a la evangelización…” (Evangelii Nuntiandi, 70. Pablo VI. Concilio Vaticano II. 1975). También en su mundo, el de su familia, sus amigos, su trabajo. Porque un seglar hace presente, real y práctica a la iglesia en el mundo.
Pero un vicenciano no tiene tiempo para confinarse, hay mucho por hacer. Muchas personas sufriendo la soledad de una cama en un hospital, muchas cansadas de buscar para mañana y viéndose ahora que no tienen para hoy, muchas personas mayores que no morirán por un virus pero tendrán que vivir con una inmovilidad que no saben cuándo acabará, muchas sufriendo enfermedades en casa con miedo de un tratamiento en el hospital, muchos laureados como héroes sintiéndose míseros Dioses, que desde su Olimpo, tienen que decidir quién muere y quién no, muchos disfrutando de una educación para todos, para todos los que tienen wifi, muchos doblando turnos deseando llegar a casa para abrazar y besar a su familia con la distancia de seguridad, ¿y quieres que me quede confinado?
Y en esas estamos, girando la cabeza y mirando a los carriles de los lados, buscando a quién dar la mano para llegar juntos a la meta. Intentando ser un poco más misionero, seglar y vicenciano porque “hay que creer que la persona que ama la pobreza hasta el grado más alto no podrá empobrecerse” (Vicente de Paúl a Luisa de Marillac, 66 [61,I,101-103], marzo de 1631).
David Vargas
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