Juan Miguel Pérez de Mallorca nos cuenta su experiencia participando en la campaña de salud de nuestra Comunidad en Honduras
Salgo temprano de San Pedro Sula, el autobús lleva a la Ceiba, donde me acogen las Hijas de la Caridad. A las seis de la mañana tomo un pequeño avión bimotor para Puerto Lempira, pequeña capital de la Moskitia, donde las calles aun están sin asfaltar. Los padre vicentinos me dan de desayunar y me ayudan a comprar el billete de la barca motora, que sale para Paptalaya, dando saltos sobre las olas durante un par de horas. Esperamos un camión largo rato para recorrer 10 km., dónde me recoge Don Héctor y José en una pequeña chalupa, en la que bajamos por el Río Patuca durante 4 horas, hasta llegar al pueblo de Barra Patuca. Durante el trayecto voy sentado en la proa, llueve con suavidad y me dejo llevar por la sensación de que formo parte del paisaje. Llegamos entrada la noche, puedes ver murciélagos que sobrevuelan el cauce del río, y allí me esperan Ana e Idoia, las misioneras, que me reciben con alegría y una cena reconfortante, con hospitalidad generosa.
Suena la campana de la iglesia, lenta y sobria, son las seis de la mañana en la desembocadura del Río Patuca. Amanece despacio y yo empiezo a desperezarme con unos ejercicios de estiramiento, para despertar el cuerpo a la actividad diaria. El río fluye sereno y se empiezan a escuchar algunas voces de los lugareños, hablan en misquito.
Acondicionada una camilla en la sala de curas, las sesiones de terapia física se suceden con normalidad. Hay cierta inquietud entre los parroquianos, todos piensan que su caso es urgente, y las chicas ordenan la agenda lo mejor posible, intentando conformar el máximo de peticiones. Soy cooperante y trabajo la osteopatía y la quiropraxia.
Las pacientes empiezan a relatar sus dolencias, sus experiencias, sus vivencias cargadas de emociones. Relleno pequeñas fichas para enfocar cada tratamiento. Son gente muy resistente, con un umbral del dolor alto. Algunos han visto su movilidad reducida por algún accidente o traumatismo, y no han seguido ningún tipo de rehabilitación. Los hospitales están a muchas horas de aquí, y el centro de salud público presta una atención muy limitada.
Las misioneras atienden una farmacia de forma prácticamente benévola, con donaciones que reciben.
Descubro con sorpresa que gran número de personas se intoxican diariamente con el consumo exasperado de bebidas azucaradas, también alcohol y estupefacientes.
Atendemos a los pacientes que acuden a la misión y también, al terminar la jornada, realizamos visitas domiciliarias. Improvisando sesiones de terapia en las propias casas, poniendo un pequeño colchón en el suelo para intentar aliviar el lo posible el padecimiento de las personas que no se pueden desplazar. Estas visitas son especialmente interesantes, los enfermos se muestran agradecidos de poder charlar con nosotros y yo, personalmente, siento una profunda satisfacción de poder brindarles mi apoyo, convencido que mi bienestar y el de los demás están íntimamente ligados.
Desde Misevi le agradecemos el excelente trabajo que ha realizado y todo lo que ha currado, poder compartir este tiempo contigo ha sido un regalo para nosotros.
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